lunes, 12 de diciembre de 2011

El desfile salvaje


“Ese era el Esteban que yo
finalmente había encontrado”

(El desfile salvaje, Hugo Burel)

Esta novela del uruguayo Hugo Burel, El desfile salvaje, escrita en 2007, relata los hechos de cinco viejos amigos de la adolescencia que vuelven a reunirse porque quien fuera el líder del grupo de chicas y muchachos, quien obraba una gran influencia en la vida de todos con su presencia o con su ausencia, acaba de fallecer. Así comienza esta historia. De inmediato nos vemos sumergidos en los recuerdos del protagonista, Marcelo, miembro de aquel grupo del pasado, que se ha vuelto a reunir con dudas y sinsabores.
Esa historia común que los convoca, por momentos pintada de rencores viejos y amores perdidos, por momentos matizada con nostalgias inoportunas, es la que le dará un gran giro a la vida de cada uno de esos jóvenes de antaño, ahora adultos. La soledad, la derrota y la desesperanza que cada uno siente o ha sentido, se proyectan por oposición a la vida exitosa que ha llevado siempre Esteban, artífice del grupo, quien con su pronta muerte los ha reunido en torno a un cadáver deslucido, impropio de esa existencia triunfadora que saben que Esteban tuvo.
Este funeral que los reúne termina transformándose en un rompecabezas.  Parece que Esteban ha planeado con cuidado y esmero cada detalle de su desaparición y los ha manipulado a todos, una vez más, y los ha dispuesto en su plan como piezas de ajedrez, que él mismo moverá de acuerdo a sus antojos y necesidades. Han caído en una trampa. El pasado ha abierto sus fauces y los ha tragado.
Así se va entretejiendo este acertijo, que lo tendrá a Marcelo como el único amigo que podrá ir hilvanando los detalles y las pistas. La novela logra un clima tenso, donde la realidad necesita ser puesta en duda para poder conocer la verdad, cosa que se transforma en lo único que se puede hacer. Por momentos predecible, aunque bien escrita, esta historia policial que llega de la mano de Burel, transita por los peligros del éxito, por los aburrimientos del triunfo constante, por el egoísmo y el hedonismo acérrimo y por un compendio de vivencias mal digeridas que azotan a los protagonistas y los arrastran a la traición, el odio, el arrepentimiento. Como en un coctel bien agitado, donde pueden profesarse sentimientos opuestos hacia una misma persona, donde el pasado no es estático, donde el presente puede no ser lo que parece, y dónde el futuro es tan incierto como el abismo más profundo, Burel nos trae un relato sobre las relaciones humanas, plagadas de antagonismos, misterios y miserias, imperfectas, como todos nosotros.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Guerra al cerdo


Este clásico del año 1969, escrito por Adolfo Bioy Casares, puede ser entendido de diversas maneras, ya que resulta difícil clasificarlo, encorsetarlo en un género determinado, rotularlo exclusivamente como realista. Tiene rasgos que pueden ser interpretados como fantásticos o friccionales, pero, ha decir verdad, no describe nada que no pueda haber pasado, o que no pueda suceder.
            El planteo central de Diario de la guerra del cerdo es la batalla generacional, que se da en una ciudad entre la juventud y los viejos, los ‘cerdos’. Aunque esta contienda es librada de manera progresiva y comienza con un primer asesinato y luego se sostiene con ciertas agresiones a ancianos y va in crescendo hasta homicidios crueles y sanguinarios, son los jóvenes los que atacan y los viejos los que apenas atinan a defenderse.
La manera en que Bioy Casares expone la vejez, resulta descarnada y brutal. El protagonista, Isidoro Vidal, quien parece estar en el límite entre la madurez y el envejecimiento, si bien forma parte de un grupo de amigos mayores que él, siente que “En la vejez todo es triste y ridículo: hasta el miedo de morir”. Repite con constancia que todo lo hermoso y puro ocurre en la juventud y que lo opuesto a ello, la vejez, es algo repugnante.
La guerra se va estableciendo como un suceso organizado y con planificación estricta, dónde no se aceptan traidores y dónde la competencia generacional, -entre la experiencia y la novedad, entre lo estático y lo movilizado, lo débil y lo fuerte-, y la desconfianza mutua, acuden a erigir algunas de las trincheras de esta guerra. Si bien se postula ‘lo joven’ como sinónimo de belleza, de futuro, de salud y de energía, también se le hace referencia como lo jactancioso, lo violento y lo vanidoso, y lo poco previsor, ya que los jóvenes luchan contra ciertas características de la vejez, que si cumplen muchos años, sin dudas también les ocurrirán a ellos.
Los viejos van siendo víctimas de las ignominias y la violencia de una juventud que no ve en ellos su propio futuro, o no desea verlo, sino que quiere exterminarlos porque representan una pérdida subsanable, un gasto que puede ahorrársele a la sociedad que produce. Recluyen a los ancianos en sus casas, los matan de miedo, o los matan con golpes o los prenden fuego por diversión. Hasta los tiran desde las máximas alturas de una tribuna de fútbol, por aburrimiento.
A medida que la novela avanza se ponen cada vez más en relieve las reflexiones que hace el autor sobre la vejez justamente cuando es él mismo quien avanza inevitablemente en ella. Es por ello que resulta llamativo como se expone el mismo a esos conceptos crueles sobre la etapa de la vida que está atravesando, y siendo un exponente de esa generación atacada en su libro, logra despegarse del facilismo de la empatía y se coloca casi en la vereda de enfrente, juzgando los años: “No hay nada peor que la vejez”. Un dato que Bioy detalla en un escueto preámbulo de una edición posterior ejemplifica esta apreciación, pues él cuenta que la publicación de Diario de la guerra del cerdo fracasó en Europa justamente porque los lectores tenían la misma edad que los viejos de la novela.
Casi paradójico, los fundamentos para llevar adelante esta guerra surgen con más fuerza y precisión desde los mismos viejos. La vejez se presenta como el escenario de la muerte, es por eso que ellos mismos son los primeros en aborrecer la vejez y tratan de alejarse de ella. Los motivos para que los jóvenes le declaren la guerra a los ‘cerdos’, abundan. El mismo Vidal, se refiere a esas razones como valederas: el protagonista destaca en los ancianos el egoísmo y la cobardía, el miedo a todo, la falta de pasión y romance, la comodidad de la rutina. La vergüenza, la humillación y el qué dirán, son variables constantes en la trama de esta novela.
Es indudable que Diario de la guerra del cerdo es un clásico, y no sólo de la literatura argentina. Todavía puede inquietarnos con su descripción de esa conjura contra los viejos, qué sin dudas está atravesada por cuestiones sociales, cotidianas y hasta políticas. Este es uno de los libros que hay que leer y no creer que se peca de suficiencia al decirlo. Por el contrario, debemos asumir la importancia de leer y releer a nuestros autores, en este caso a Bioy Casares, uno de los referentes de nuestra literatura. Y éste es uno de sus libros fundamentales.


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lunes, 5 de diciembre de 2011

El viaje del salmón



Cuando leí por primera vez a Fabián Casas, era una estudiante de Letras que accedía a ciertos textos de ‘Poetas de los ‘90’ mediante un Taller, una materia optativa. Pude conseguir “El Salmón”, libro de poemas del ’96, ni el primero ni el último de su carrera. Con esos textos, me acerqué un poco a su estilo, pude entrever ciertos ejes, ciertos hilos que unen los temas de cada poema, para luego contarnos de pérdidas, ausencias, muerte y soledad, de esa que se acentúa cuando estamos rodeados de personas. Este poemario, “El Salmón” resulta un excelente ejemplo por donde comenzar a descubrir a este escritor argentino.
Además de poeta, Casas es narrador, ensayista y periodista, y uno de los más grandes exponentes de la llamada ‘generación del ‘90’. Sus poemas se componen de la solidez de tener en claro hacia donde van los versos, por un lado, y por el otro, de las herramientas que pueden ofrecer las palabras más simples, ubicadas donde corresponde, palabras que van encontrando el sentido con pronósticos de impacto: “mientras tu corazón late al revés,/ hace ya cuatro años/ bajo la tierra” (Me pregunto). Posee una capacidad descriptiva que planta imágenes frente a los ojos y delinea los espacios, las sombras y hasta la misma nada: “Es transitorio, me dije;/ pero así también podría ser la muerte:/ un pasillo oscuro,/ una puerta cerrada con la llave adentro/ la basura en la mano.” (Sin llaves y a oscuras).
Casas, en “El Salmón”, escarba en sus recuerdos, en sus sueños, en sus sensaciones y las coloca como en una partitura, para que empiecen a sonar las musiquitas establecidas con el orden de lo inmediato y lo pasajero, por algunos momentos, y con la disposición de lo permanente, de lo perenne, por otros: “’Lo único que podemos hacer/ -dice él- es superar a nuestros padres’./ Y yo digo ‘si, si’ y mastico/ un pedazo de carne seca.” (Pogo)
La oscuridad, como sinónimo de la ausencia, el vacío de la noche, de muchas noches, es una constante que atraviesa varios textos. Estar en determinados sitios y sentirse ajeno, recorrer todos los caminos para llegar al principio: “Parece que detrás de mí nada hubiese concluido./ Pero estoy otra vez en el lugar donde nací./ El viaje del salmón/ en una época dura.” (A mitad de la noche)
Fabián Casas se expresa desde allí, recorre pensamientos como senderos, y los relata desde una crudeza que lo caracteriza y con un estilo que lo coloca en un lugar importante en el género de la Poesía de nuestra época, lugar obtenido con esmero y forjado con poemas que no responden a modas o estéticas prestadas, sino a un determinado carácter, poemas que nacen únicos de la punta de su pluma.