domingo, 8 de enero de 2012

Crónicas de la bizarría argentina

“Comprendió que un destino no es
mejor que otro, pero que todo hombre
debe acatar el que lleva dentro.”
(Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, Jorge Luis Borges)


El heroísmo, la entrega desinteresada, en nuestro país, están subestimadas. Son tomadas, en muchos casos, como imposturas, hasta excentricidades. Los cierto es que es eso justamente lo que nos han enseñado en los últimos cincuenta años, mínimo: lo bueno, lo mejor, siempre viene del exterior, lo que tenemos o hacemos aquí es mediocre, no merece el crédito. Se nos ha instruido en el culto a lo foráneo y el desprecio a lo autóctono. La década del ’90 fue un claro ejemplo de ello. 
SLTSer valeroso, exponerse sin esperar nada a cambio, poner el pellejo en juego por una causa o un ideal, dejó durante años de ser visto como un acto heroico, como si nosotros sólo pudiéramos ver el coraje en películas de Hollywood y no encontrarlo en nuestra propia historia, en nuestra vida como Patria, forjada por hombres y mujeres que vivieron y sangraron hasta morir en y por este suelo.

Hernán Brienza, con Valientes, llega con crónicas cargadas de  ejemplos de coraje argentino, de luchas, de traiciones, de vida y muerte. Como sabemos que ha sido usual que la historia la escriban los que ganan, muchas de las que podemos leer en Valientes están referidas a los marginales, a los relegados, a los perdedores. Aquellos que no han entrado por la puerta grande de los libros de historia canónicos, pero debería aparecer su foto cuando buscamos valentía en el diccionario, o coraje, o bizarría.

Este libro es un compendio de momentos, de instancias en donde hubo hombres y mujeres que pudieron echar a correr, pero no lo hicieron, que pudieron mirar hacia otro lado, pero no lo hicieron, que pudieron quedarse cómodos al margen de las batallas, pero no lo hicieron. Decidieron, con ese sentimiento que invade el cuerpo y la mente y se llama arrojo, atender el llamado de la Patria y de la Historia. Dejaron su marca, a sangre y fuego, en nuestra tierra.

Martina Chapanay, la vengadora del Chacho; Juana Azurduy y Manuel Padilla, con el dolor en el alma y la patria en el puño; Pancho Ramírez, el amor a lomo de caballo y sable en mano; Arbolito, el matador del asesino; Martiniano Chilavert, el leal, el más leal a sus ideas. Estos, entre otros, son quienes vuelven a vivir para contarnos quiénes fueron, como combatieron a los invasores, qué dejaron y cuánto perdieron por no rendirse jamás. Cómo miraron a los ojos de los tiranos y sonrieron pletóricos de valentía, antes de mostrar el pecho y recibir las balas.

Tal vez, los héroes nos molestan un poco porque nos ponen en evidencia, ponen el dedo en el renglón y nos señalan desde el pasado, como escribe Brienza: “el acto de coraje está allí como reflejo de nuestra propia comodidad, de nuestras pequeñas miserias y cobardías cotidianas”. Pero aún estamos a tiempo de saber, de conocerlos, a ellos, a ellas. Estamos a tiempo de mirarlos desde nuestra época y entenderlos, respetarlos, admirarlos. Quizá hasta alguien pueda tomar las riendas del caballo de nuestro tiempo y nunca mirar hacia otro lado, escapándole al problema, aunque no sea suyo, de no decir sí cuando quiere decir no, de cambiar la molicie habitual y sacudirse de las suelas el polvo manso de caminos calmos. No es fácil ser héroe, si todos lo fuéramos, no sería extraordinario, sino habitual, es por eso que sólo un puñado logra serlo. Pero Valientes nos dice que los hubo, en un tiempo no tan remoto, y que han dejado un legado, un guante que recoger: el de conocer nuestra propia historia, nuestra propia épica.

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